LA MUERTE Y EL MÁS ALLA
Por Raymond Bernard, F.R.C.
Intentaré aclarar un problema que está en la mente de todo creyente ~el de la muerte ~ que nosotros los místicos preferimos llamar transición, por el íntimo conocimiento que tenemos de los verdaderos principios que se refieren a ese gran momento de la existencia humana. Evidentemente, sólo expondré aquello de lo que estoy seguro, apartándome deliberadamente de todas esas supersticiones todavía vigentes y, de todas esas extrañas teorías ~ por no decir ridículas ~ que siempre encuentran crédito en los espíritus sedientos de maravillas y de imaginaciones fantásticas, que no saben distinguir lo verdadero de lo falso, y lo que es sensato de lo que no lo es.
Concederle fe a todo lo que se ha escrito sobre los grandes enigmas del origen y fin del hombre, sería en verdad juzgar muy mal la creación y al mismo Creador y, por nuestra parte, tenemos que reconocer la sabiduría de la Orden Rosacruz, A.M.O.R.C., en esta materia. Sus enseñanzas apaciguan el intelecto, revelando lo que es sobre el conjunto de problemas fundamentales, y al mismo tiempo nos da, con su método práctico, todos los medios posibles de verificar, no solamente lo que pertenece al campo de lo sensible, sino también ~ y sobre todo ~ aquello que ha atraído a los más elevados y verdaderos metafísicos. ¡Todo es tan sencillo, y tendemos tanto a
complicarlo!.
Respondiendo a una pregunta que se me hizo en el transcurso de un foro Rosacruz, declaré: "La hora de la muerte no está fijada; sólo las circunstancias lo están".
Sobre éste punto vamos a tratar primeramente.
Las enseñanzas Rosacruces establecen que el hombre podría vivir ciento cuarenta y cuatro años por término medio. La ciencia nos dice, que la duración promedio de la vida se sitúa hacia los sesenta años actualmente, y que esto constituye un progreso auténtico, si se compara con los siglos pasados, que era alrededor de cuarenta años. Se observa pues, según la ley del término medio, una clara progresión, y esto prueba de una manera muy clara que la vida puede ser, en general, más larga de lo que es ahora.
Es evidente que si el hombre llevase una existencia razonable, perfectamente conforme con las leyes naturales en lo que se refiere a la nutrición, la bebida, los ejercicios corporales o a las condiciones de vida, podría alcanzar una edad mucho más avanzada. Es cierto, sin embargo, que los imperativos de la vida social, la negligencia consciente o inconsciente de los principios vitales, los hábitos nefastos heredados del pasado o recientemente establecidos, la manera en que la humanidad, colectiva o individualmente se comporta, pocas veces permite alcanzar el término medio de edad que nuestras enseñanzas sitúan hacia los ciento cuarenta y cuatro años. No es menos cierto que si el hombre quisiera, podría vivir mucho más tiempo. Es un hecho científicamente comprobado y cósmicamente exacto. La hora de la muerte no está fijada en absoluto. En otras palabras, "cada ser humano es responsable de la duración de su vida, y no hay, considerándolo así, "predestinación ni destino"", por emplear un lenguaje corriente. La predestinación, por otra parte, es incompatible con toda idea de justicia cósmica. Admitirla como un hecho, sería categóricamente falso, y además desgajaría los fundamentos mismos de la moral. Porque, si la predestinación fuese una ley exacta, ¿se les ha ocurrido pensar, que no habría ninguna razón para no aprobar a los que, en la existencia, buscan a cualquier precio y tan rápidamente cómo sea posible, obtener de la vida lo que les parece bueno, humanamente hablando?. Si la hora de la gran partida estuviese establecida con anterioridad, ¿de qué serviría prodigar atentos cuidados a los enfermos?. Si ha llegado su momento, nada podrá cambiar, y ciertos tratamientos no harán más que aumentar sus sufrimientos. Si no es su momento, recobrarán la salud y un simple tranquilizante será suficiente para permitirles franquear ese mal período. Predestinación implica fatalismo. El amo que se contenta con llevar a su perro al veterinario para que una inyección abrevie sus sufrimientos, ¿puede decir con sinceridad que había llegado su hora? O, si cambia de opinión por el camino, ¿pensar que ese no es el momento para su perro?.
Reconocer que la hora de la muerte está fijada con anterioridad, es admitir todos los errores y todas las exageraciones. Es negar la utilidad de los logros médicos y de todo lo que tiene como fin prolongar la vida. Lleva implícito el aplauso de cualquier exceso.
¿De qué serviría luchar por la sobriedad, procurar que todas las cosas estén en su justo medio, evitarle a éste un plato favorito pero que es peligroso para su salud, o reprocharle a aquél su vida de noctámbulo, si de todas formas y a despecho de todos los excesos, no va a vivir un día de más o de menos?
Sus imperfecciones no le impedirán necesariamente cumplir con sus deberes. ¿De qué sirve entonces, toda esa cantidad de literatura sobre los diversos métodos de conservar la salud? ¡Qué de tiempo perdido y cuántos esfuerzos vanos!
La naturaleza entera se alza contra el concepto según el cual la hora de la muerte está fijada de antemano. Es suficiente observar a nuestro alrededor, para darse cuenta de ello. Si cuida con esmero los rosales de su jardín, serán más productivos, y sus rosas serán la admiración de sus amigos. Pero si los abandona, perecerán. En este ejemplo, o en el que he citado antes del perro, no puede decirse seriamente que todo depende del propietario; es decir, que el perro o el rosal pertenezcan a una persona en lugar de a otra es porque según las leyes del destino, tiene que ser así. Ante éste razonamiento, hay que decir simplemente que el propietario del hombre, en lo que concierne a sus elecciones, es a fin de cuentas su cerebro, y en consecuencia es sólo él el que tiene toda la responsabilidad.
En conclusión, por mucho que nos guste repetir con cierto fatalismo, ante la transición de un ser que hemos conocido o amado: había llegado su hora, estamos íntimamente persuadidos de que, en realidad, esto nunca es así para nadie y, además, pensamos y actuamos, según una convicción posiblemente inconsciente, radicalmente opuesta y persuadidos de la idea de que la hora de la muerte no está fijada.
Volveré a tratar de éste asunto más adelante, para considerarlo desde otro punto de vista. Antes es preciso estudiar en qué forma están fijadas las circunstancias de la muerte.
Comentario: De la observación biológica, nos damos cuenta que los animales viven cinco veces el período que demoran en convertirse en adultos. Por ejemplo, si un animal demora tres años en ser adulto, su esperanza de vida es de 3x5=15 años. Sin embargo, el ser humano es el único que no cumple dicha regla, pues si se le considera adulto a los 25 años aproximadamente, debería vivir 25x5=125 años en promedio. Podrìa pensarse que su vida corta se debe a que él puede elegir lo que come y que, generalmente, lo hace con un régimen alimenticio desbalanceado que lo lleva a acortar su vida. Más aún si le agregamos los agentes nocivos que respira, el estilo de vida y los pensamientos que, como trataremos más adelante, son un veneno mental que también afecta al cuerpo físico.
jueves, 25 de octubre de 2007
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