lunes, 29 de octubre de 2007

La muerte y el más allá (2)

LA MUERTE Y EL MÁS ALLÁ
Segunda parte
Por Raymond Bernard, F.R.C.

LAS CIRCUNSTANCIAS DE LA MUERTE

Toda nuestra existencia está regida por el karma o ley de compensación. Las buenas acciones dan buenos frutos; las malas se compensan con experiencias penosas y, en ambos casos, el karma se cumplirá cuando la lección pueda ser más provechosa, sin tener en ninguna consideración al tiempo. En otras palabras, la compensación podrá tener lugar inmediatamente más adelante, o incluso en otra encarnación.

No hay ley más justa que ésta ni más reveladora de la justicia, de la bondad y de la misericordia divinas.

Tiene que estar muy claro para un Rosacruz, que la muerte es la última experiencia dentro de una existencia. En ese momento, la consciencia es capaz de captar con más intensidad que en ningún otro momento de la vida. La percepción espiritual ~ la capacidad de conocer del alma, por así decirlo ~es extremadamente aguda. En suma, el resultado de una vida, se sintetiza en estos instantes en una impresión final que contiene a todas las demás. Es en cierto sentido la imagen concentrada de toda una existencia. Al mismo tiempo, la consciencia se da cuenta del por qué de esta experiencia final y de sus diferentes elementos. Se puede decir, con todo derecho, que en ningún otro momento de su vida, el que está muriendo ha vivido con tanta intensidad.

Las circunstancias pueden ser de distintas clases.

Estarán en función del karma de una vida anterior o de la actual. De hecho,serán tan diversas como los múltiples errores que haya cometido la persona, y tenga que compensar. Pueden ser de orden espiritual, psíquico o incluso material. Serán de tal forma, que no solamente compensen un acto, una manera de vivir o una concepción de la vida, sino que además, constituirán una lección capital para el que atraviesa la gran experiencia. Contrariamente a la creencia general, la muerte no es en su realidad una prueba dolorosa ni penosa para el que abandona este plano físico. El cuerpo, en sí mismo, lo siente en cierta forma, pero la personalidad del alma no sufre los dolores del vehículo que abandona.

De cualquier manera, aunque la transición tenga lugar en la infancia, en la adolescencia, en la edad madura o en la ancianidad, las circunstancias serán parecidas, sino en su forma, al menos en su resultado.

Supongamos que por la ley de compensación, una persona debe morir en un accidente. Su muerte podrá producirse por un accidente de patineta, de bicicleta, de automóvil, de avión, por un naufragio o cualquier otra forma similar; siempre será un accidente. Si a consecuencia de un karma común, debe morir de enfermedad o bruscamente, no faltarán las causas aparentes, siendo en este caso las circunstancias exteriores: ausencia de un ser querido, soledad, alejamiento, etc. Sería necesario conocer el ciclo de un alma o toda una vida para explicar estas circunstancias. Son personales y en todos los casos, un beneficio para el que las atraviesa.

¿Hay excepciones al gran principio según el cuál la hora de la muerte no está fijada, cuando sabemos que las circunstancias sí lo están? No, no hay ninguna.

El Imperator de A.M.O.R.C., Ralph M. Lewis [segundo Imperator para el presente ciclo], llevando el problema al extremo, hizo saber, después de que le pidieran que precisara sobre este tema, que "algunos aprenden en cincuenta años un número considerable de lecciones, mientras que otros en cien años apenas consiguen vivir".

En otros términos, una existencia se valúa, no por su duración, sino por lo que la constituye, y vale más una vida corta y bien aprovechada, que una larga e inútil.

No hay mayor verdad. El hombre puede vivir más tiempo, pero sí su existencia va a estar ocupada cada día en buscar la manera de conseguirlo, en examinarse continuamente para determinar si hay algún fallo; en atormentarse por encontrar la manera de conservar a cualquier precio una juventud que huye; en concentrar su atención, las posibilidades de su intelecto y la mayor parte de su tiempo en el mantenimiento de su forma física, entonces, realmente, ¿de qué le serviría una existencia más larga, cuándo esa existencia le es tan inútil, desde un punto de vista universal? El tiempo y el espacio son cósmicamente valores falsos. ¿No sería mejor vivir veinte o treinta años y llenarlos con una obra que sirva para la evolución personal y colectiva? Sí, el hombre puede vivir más tiempo y esa decisión debe tomarla cada uno.

El cósmico, de acuerdo con todas las leyes, comprendida la del karma entre ellas, puede arreglar los acontecimientos de una vida, de una manera tal, que si es larga, una misión se prolonga o toma otro cariz.

Después de todo, si en su casa se deteriora una bombilla, utilizará otra, y sea cuál sea su forma, dará la misma luz y realizará el mismo servicio. Por consiguiente, ya sea en un cierto número de años, en una vida normal, en dos o tres, su alma-personalidad tendrá todas las ocasiones necesarias para seguir su camino y para instruirse por medio de diversas lecciones, ya que la muerte no para a nadie. Se puede leer el libro del ciclo cósmico por párrafos, por capítulos o de una sola vez, en una o varias existencias. Cada uno decidirá lo que debe leer cada vez y, por ésta razón, cuidará más o menos su ser físico, según lo que haya decidido. Simplemente, cerrando el libro, antes de volverlo a abrir, gozaremos por breves instantes de un estado interior que será el resultado de las diversas experiencias que hayamos atravesado con los personajes de la obra durante nuestra lectura.

Habiendo sentado el principio de que "la hora de la muerte no está fijada, mientras que las circunstancias sí lo están", avanzaremos un poco más en nuestro conocimiento de esta última experiencia.

Permítanme, sin embargo, recordarles que ignoraré obstinadamente todo ese amasijo de pretenciosas teorías sin fundamento, aceptadas tan sólo por soñadores o vagabundos del ocultismo barato. No juzguen estas palabras como demasiado severas. En la función que yo asumo, veo cada día la profunda desesperación de los que, por debilidad o de buena fe, han aceptado como verdades, absurdos sin nombre que amargan sus días, confusos y torturados por los obscuros espejismos sembrados en ellos por algún hábil profesional del misterio, o por alguien desgraciadamente inconsciente, sediento de viles honores y de baja admiración. La verdad es tan sencilla y tan bella en su pureza, que nos contentaríamos con compadecer a aquellos que se dejan enredar en los hilos de semejantes ilusiones, si no estuvieran acompañadas de una terrorífica cohorte de dolores inagotables y de remordimientos inútiles. Nadie puede quedarse insensible ante el mal perpetrado por tan malos libros y falsas teorías. Callarse es consentir, es hacerse cómplice de la lucrativa o no lucrativa mentira, y naturalmente participar en la grave falta cometida. Sin disertar sobre sus propósitos, descartemos pues, enérgicamente estas fastidiosas consideraciones, y contemplemos los acontecimientos de nuestra experiencia anímica en su noble verdad. Es él más sincero homenaje que se le puede rendir al autor de todas las cosas, y el mayor respeto que se les puede tener a los demás y a nosotros mismos, como criaturas de un universo magníficamente ordenado.

Hace unos diez años, me encontré a una madre de familia que en el transcurso de un viaje muy reciente, había padecido una grave crisis diabética que la sumió durante unos tres días en coma. Se avisó a su marido e hijos para que acudieran a su cabecera, pues el acontecimiento parecía fatal. Pero se repuso y pudo volver a su casa con los suyos. Poco tiempo después tuve la ocasión de conversar con ella. Naturalmente, le expresé mi simpatía y le dije que estaba enterado de cuánto había sufrido durante ése crítico período. "¿Sufrido?" ~ me respondió ~ jamás en mi vida había estado tan bien. Me parecía encontrarme más allá de mi cuerpo; percibía a mi marido cerca de mí, abatido por el dolor, me oía a mí misma gemir y pensaba; soy una insensata en lamentarme así y asustar a mis seres queridos; me siento tan bien … Si pudiera por lo menos dejar de quejarme …"

Algunos meses más tarde, una crisis más grave se la llevaba. Esta mujer era incrédula, relativamente poco culta y no se interesaba en las cuestiones metafísicas.

Cómo ya dije, en el momento de la transición, el cuerpo parece compadecerse de sí mismo. Los lamentos del moribundo son, en efecto, una reacción puramente física y cada vez más inconsciente. A medida que se produce la separación, pueden mantener su identidad, pero el alma-personalidad no sufre en ningún momento. Para que sirva de comparación, conviene observar lo que pasa durante el sueño en circunstancias menos serias.

Si nos despertamos con un fuerte dolor de cabeza, es evidente que el dolor no ha comenzado en el momento de haber vuelto a tomar contacto con el mundo exterior. Existía antes, pero no teníamos consciencia de él; no lo percibíamos. Ocurre lo mismo en la transición. El cuerpo parece a veces que sufre, pero no hay ninguna consciencia de dolor. Es cierto que antes de llegar los últimos momentos, mientras que el enfermo es todavía él mismo sufre, porque permanece consciente, pero a partir de ese crepúsculo que se llama coma, ya no hay más dolor; únicamente hay una forma de automatismo puramente físico y todo pasa al nivel más inferior; los lamentos son una simple reacción del mecanismo corporal.

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